miércoles, 18 de noviembre de 2009

¡Canten putos!




No era un domingo cualquiera para mí. En general, en esos días no hago nada más que dormir mucho y quedarme tirado en casa mirando cualquier partido de fútbol que ande flotando por la televisión (o en su defecto las largas maratones de Los Simpsons). Pero este no era un domingo más ya que después de mucho tiempo había decidido con un amigo volver a la cancha de Boca para ir a ver la acción en vivo, algo que no hacíamos desde hacía muchísimos meses.

No somos socios del club, así que generalmente debemos acudir a la reventa, algo que nos desalienta bastante para ir más seguido a la cancha. Esta vez tomé la decisión de comprar por Mercado Libre, ya que mi experiencia cara a cara con los revendedores no era para nada gratificante: además de que una vez me encajaran una entrada trucha, en otra ocasión recuerdo haber acordado una entrada en $80, pagar con un billete de $100 y que el tipo me diga “mejor cerramos ahí, andá pibe” (qué le iba a decir si era un barrabrava). En esta ocasión, acordé el precio en $70 por una popular que en boleterías costaba $30.

Siempre vamos alrededor de tres horas antes del partido, pero por esta vez la ansiedad no nos gana y llegamos justo para el partido. Hay una larga y asfixiante fila para entrar a la popular, algunos de los infaltables cantitos insultando a River ya me hacen sentir el clima de cancha. Estoy a metros de entrar cuando desde atrás, y no muy amablemente, un gordo gigante (de esos que laburan de patovicas en los boliches) me corre para hacerse camino y entrar antes que yo. ¿Qué puedo hacer, si con una mano me manda al hospital? Mucho menos puedo hacer cuando, al darme vuelta, me doy cuenta de que este simpático gordito, junto a otros dos muchachos, está custodiando, como si se tratara del presidente de los Estados Unidos, al jefe de La 12.

Finalmente, logramos subir por las interminables escaleras impregnadas con olor a pis que nos depositan en la segunda bandeja norte de La Bombonera. Al llegar, un sujeto con bastante olor a vino, me pone una bandera en la mano. Trato de seguir mi camino normalmente pero se me hace imposible y debo obedecer. “Esperá que entren los pibes y te metés por ahí nene”, me indica gritando, pero unos segundos después me olvido de la orden y meto por un lugar equivocado. Un fuerte cachetazo en la nuca me reacomoda por el camino correcto. No sé quien es el autor del golpe, pero tampoco decido darme vuelta para identificarlo: mi instinto de supervivencia me dice que mejor me concentre en lo que me piden.

A esa altura, debo admitir, ya estaba sintiendo algo de miedo. Un pibe sangrando al lado mío, denuncia ante un barra que alguien le había robado. El barra, con una actitud muy paternalista, le contesta que ya lo van a agarrar. Comienza a sonar un cantito que no conozco, pero igualmente simulo saberlo para no darles un motivo más para que tomen represalias en mi contra.

Dejo la bandera y me instalo en un lugar fijo. A todo esto, no tengo la menor idea de donde está mi amigo. El olor a porro es fortísimo y me pega un poco. Veo chiquitos de no más de siete años puteando al árbitro de pies a cabeza ante cada fallo adverso. Unos turistas que no entienden nada se sacan fotos comiendo choripanes. Se me acerca alguien al que le faltan la mitad de los dientes y me pide un papel para armarse uno. Le digo que no tengo. Más tarde, me doy cuenta que se conforma con una servilleta.


Al finalizar el partido, logro encontrarme con mi amigo. En la puerta, una vez más nos cruzamos con el jefe de la 12: esta vez ordena que esperemos a que salgan los barras primero con las banderas, los bombos y las trompetas. Al llegar abajo, observo que este sujeto es toda una celebridad: no le dan las manos para firmar autógrafos y hay mucha gente esperando para sacarse una foto con él.

¿El partido? Una anécdota. Aburrido 0 a 0 entre Boca y Colón.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Treinta minutos de vaca

A las 18 horas, después de un día arduo de facultad por la mañana y de trabajo por la tarde, es tiempo de salir de la oficina para emprender el retorno a casa. Por pocos minutos puedo sentirme libre completamente hasta que me acuerdo que tengo que subirme al subte. La sensación de paz se esfuma tan rápido como llegó.

Y allí voy, con la resignación de todos los días como vaca al matadero. Bajo las escaleras alejándome del sol y acercándome a las vías que me llevarán más rápidamente a mi casa que cualquier otro medio. Esta es la razón por la cual sigo eligiendo estar apretado 30 minutos al día, solo por eso y no por simple masoquismo.

Tras hombrear con alguna que otra persona que se mueve para algún lado del mundo subterráneo, paso la “monedero” y atravieso el molinete que me da la bienvenida al subte. Ya estoy frente a la vías esperando el tren como tantas otras personas a mi alrededor, ansiosas, nerviosas, expectantes, impacientes, para apresurarse y encontrar un asiento en el vagón.



Yo (no lo niego) estoy igual. Y ahí espero mirando la tele o leyendo el diario La Razón, hasta que de reojo veo que la lucecita del subte se acerca despacito a lo lejos. Primera y controlada avalancha que nos acerca hacia la entrada de los vagones y nos pone al filo de morir aplastados por el tren que se acerca muy lentamente. Finalmente se detiene justo frente a todos los que esperamos el tren para entrar y viajar. Se sucede, en el instante posterior a que se abren las puertas, la segunda y descontroladísima avalancha. Nos matamos por entrar lo más rápido posible, nos empujamos, nos codeamos, nos enganchamos los bolsos, las carteras, alguno que se queda mitad afuera mitad adentro hasta que la presión lo mete como corcho en botella. Todo por ganar el asiento tan preciado.

Y ahí entro. Me dirijo para una fila de asientos, me ganan de mano, me voy para la otra parte del vagón para encontrar mi banco, y tampoco, todos son más rápidos que yo y me quedo sin mi trono.

Arranca el tren. Las primeras dos estaciones estoy apretado pero no tanto, todavía tengo la posibilidad de moverme con cierta libertad para mis costados. Pero a la tercera, ya soy la vaca camino al matadero: Estoy apretujado contra todos y todos lo están contra mí, la poca libertad que tenía en las primeras dos estaciones ya no la tengo, y la paso mal. Encima, la gente sigue intentado entrar al vagón mientras que otros buscan salir para no pasarse de estación, y yo, ahí en el medio, voy de un lado para el otro sin objeción a lo que dice la masa (después de tantos viajes me dí cuenta que lo mejor es dejarse llevar hasta que el tren arranque).

El calor es increíble. El subte tiene un microclima interesante en el que uno siempre siente calor. Porque si afuera hace frío uno baja con ropa, y con tanta cucharita con gente que uno ni conoce el calor sube inevitablemente (no por lo erótico, aclaro, sino por la física). Y si hace calor arriba, uno baja con poca ropa pero abajo hace mucho más calor aún, por razones obvias.



De a poco van pasando las estaciones, entre empujones y alguna que otra puteada que larga alguno que quiso salir pero no lo dejaron, y como consecuencia se comió una estación más de sufrimiento. Yo, en medio de ese calvario, intento olvidar lo que me falta de viaje para que la ansiedad no me domine y logre ponerme de mal humor. Entonces pienso en otras cosas y si tengo música me concentro plenamente en la misma (algo así como cuando vas al dentista y mientras te perforan la muela pensás en las vacaciones, en un buen disco, en la tarea, en que no te va a doler, en una buena mina, etc, con el fin de entrar en un letargo budista que te saque de la cabeza el sonidito del torno).

Luego de la meditación, que a veces logro y otras no, ya faltan pocas paradas para bajarme del subte. Ahí llega el momento de ver como escapo, si me apuro antes que todos y me posiciono para bajar primero, o si muy tranquilo espero a un costado para dejar bajar a las otras vacas y salir placidamente sin ningún empujón.

Tome la decisión que tome, los treinta minutos como vaca ya los habré vivido, lo único bueno es que sé que me espera mi casa, para relajarme y olvidarme de todo el stress que genera un día en esta Ciudad. Eso me hace preguntar ¿En la vida, más allá del camino, lo único que importa es el destino? Puede ser, pero te juro que prefiero viajar todos los días como una persona y no como una vaca.