jueves, 1 de octubre de 2009

El ritual de La Bomba

La cuestión arrancó cerca de las 6 de la tarde, cuando se cumple el horario de la oficina y en los minutos siguientes ya me siento libre y sin el peso de la mochila laboral. En realidad, desde horas antes ya de reojo miro el reloj, por que la ansiedad/puntualidad es una de mis cualidades/defectos más importantes.

De la oficina, cercana a Plaza de Mayo, lo primero es caminar, surfear, sumergirme y luchar en el mar de cuerpos sin sentimientos en que se transforma la peatonal Florida en ese horario. La automatización queda atrás recién cuando bajo del subte en Carlos Gardel y camino las tres cuadras que me separan del Centro Cultural Konex.

El ambiente es otro, de la automatización se pasa a la observación de rostros vivos, con sentimientos, que expresan emociones. Ríen, conversan, escuchan, vuelven a reír.

Tras encontrarme con mis amigos, comienza el ritual. Y no porque tomar cerveza escuchando música sea un ritual (de hecho en un boliche no creo que pueda haber rituales) sino que las reglas preestablecidas (desprejuicio, hermanamiento y la diversión por sobre otra búsqueda) permiten adjetivar a la tarde-noche como una de las viejas costumbres de las sociedades más primitivas.

Desde los que les compran a los vendedores ambulantes latas enfriadas con hielo hasta nosotros que primero las compramos en el bar de la esquina y luego en un autoservicio de capitales orientales.

Paso por al lado del policía y no puedo con mi genio: “¿Disculpe oficial, sabe a que hora comienza el show?”, la pregunta no es más que un pretexto para mi desafío de rebeldía mostrándole la cerveza mal escondida a propósito. “No, ni idea pibe”. De la cerveza en vía pública, no hay que preocuparse según la ley.

Entramos, cuando ya la vejiga me aprieta y el botón del jean lleva horas desprendido. Aunque faltan minutos para que arranque, ya respiro en el aire esas ganas de pasarla bien. De querer disfrutar sin importar el qué dirán.

Empieza, y para festejar, otra cerveza. Tranquilo, medidos, los muchachos de la bomba de tiempo parecen hacer una entrada en calor. De a poco, un repique de tambor llama la atención, y la pelirroja de babuchas psicodélicas se anima a quebrar la cintura, dejándose llevar por el ritmo.



Cinco minutos, y ya los pies se mueven de forma autónoma a mis pensamientos y órdenes. No están estáticos tampoco mis amigos, ni la gente que no rodea.

Nadie pone límites. Nadie juzga con miradas. Nadie me mira como bailo ya con mis hombros y pies, y moviendo la cabeza para ambos lados, sin ritmo ni compás. Yo tampoco miro a nadie, porque las reglas del juego son claras: Haz y deja hacer.

Treinta minutos. Javier Vázquez comanda con señas al resto de los percusionistas que improvisando crean sonido, música, vida. Empiezo a cantar, vociferar, tararear, sin letra, sin palabras, con sonidos, alaridos, imaginaciones, imágenes. Empiezo a sentir que me apodero de la música y puedo transformarla mientras la escucho.

Sube el invitado: Una bajista cubana, Yusa. Cambia el coordinador de la banda y La Bomba arranca nuevamente. Yo aprovecho y me refresco con un nuevo trago. Mis amigos me siguen.

La gente comienza a saltar ante los sonidos del bajo sobre la base explosiva de la percusión. Cumbia, blues, jazz, rock, candombe, comparsa, funk, folk. Escucho todo a la vez y nada en particular. Ya bailo con cuerpo entero y siento que de pronto la gente que esta entre el escenario y donde estoy desaparece. Soy yo y los músicos, y la cubana.

Sin noción del tiempo. La cerveza sigue refrescando mi garganta y la de mis amigos. El paso del tiempo y el ambiente de amistad permite hablar con alguien, mediante miradas, señas o acercándose a hablar. “¿Do you speak spanish? ¿Where are you from?”

Desde cada punto del globo llegan personas al show. Desde cada punto del planisferio, y nos une el ritual.

Los músicos siguen, desde abajo del escenario gasto energías propias intentando transmitírselas a los artistas. Sudor, elixir de mi felicidad.

Se acerca el final y lo presiento. Mi cara reboza alegría y el sentimiento es común a todo el público. La fiesta electrónica en clave percutiva a la que asistimos está por llegar al final.

Pero queda la frutilla del postre, la excepción a la regla. El plus, el bonus, el changüí. Una pieza más, una explosiva, que dura poco y no deja segundos que perder. Quiero gastar mis últimas energías físicas para recargar las espirituales. Bailo, cierro los ojos, giro, vuelvo a girar en sentido contrario, me agacho. Salto. Abro los ojos.

De camisa de bambula blanca, pelo largo suelto, ojos celestes y pantalones sueltos me mira. Sabemos que está por terminar la última bomba de La Bomba. Nos arrimamos y entrelazamos nuestras piernas, nuestras manos. Nos miramos, cerramos los ojos. Giramos, nos reímos. Aplaudimos, movemos los brazos, nos tocamos.

Termina el sonido, se acaba la música y el ritual llega al fin. Nos separamos, nos miramos, corriéndonos el pelo de la cara ambos a la vez. La miro. No le hablo. Me mira. La abrazo. Nos distanciamos, doy media vuelta, busco a mis amigos. Me voy.

Rito, pasión, desprejuicio, diversión: La Bomba de Tiempo.


1 comentario:

  1. es una maxima... las personas por la calle florida son almas mutantes...
    y no se bien sobre ese festival al que fuiste pero describiste perfectamente un momnento de extasis musical, de pogo,o de esa musica q te hace vibrar el alma con lucecitas y demás
    estoy bien eh!
    Besoooooos

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